“Y hay en Jerusalén, cerca de la puerta de las ovejas, un estanque, llamado en hebreo Betesda, el cual tiene cinco pórticos. En estos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese. Y había allí un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo. Cuando Jesús lo vio acostado, y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: ¿Quieres ser sano? Señor, le respondió el enfermo, no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo. Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al instante aquel hombre fue sanado, y tomó su lecho, y anduvo. Y era día de reposo aquel día”.
Juan 5:2-9
La imagen inicial que se presenta en esta historia refleja, a mi juicio, lo que ocurre con mucha frecuencia en la sociedad actual. Hombres y mujeres agolpados alrededor de alguna incierta promesa, esperando un milagro.
Unos, confiados en que un golpe de suerte les cambie su desgracia en fortuna. Otros, en que el esfuerzo y la constancia les conceda la realización de sus sueños. Otros más, buscando una amistad influyente que les ayude a escalar. Y muchos más, esperando que su milagro provenga de fe, rogativas u ofrendas elevadas al dios de su preferencia.
También veo en la historia de este paralítico un asomo de tragedia. El ángel solo aparecía de vez en cuando para agitar las aguas. Y solo el primero en sumergirse en ellas, quedaba sano. Este pobre hombre llevaba lustros intentando obtener por esa vía, lo que nunca le iba a llegar.
Pero entonces, aparece Jesús, el verdadero Señor de los milagros. Sorprende que le pregunte al hombre si quiere ser sano. Hay quienes prefieren seguir intentándolo por sus propios métodos. Ante su respuesta, Jesús se compadece y le hace el milagro. Un milagro inmediato, sencillo, tranquilo, sin dramatismos ni aspavientos. Un acto sobrenatural, mostrado de la forma más natural, como solo Jesús, el Dios de imposibles, puede hacerlo. Sin importar que fuera día de reposo.
¿Cuál es tu “discapacidad”? Piensa por un momento qué es eso que te ha frenado en la vida y sobre lo cual llevas años esperando un milagro. Quizás sean unas finanzas maltrechas, una salud frágil, un proyecto esquivo, un hogar difícil, una debilidad que no has podido vencer.
Y ahora, reflexiona: ¿De dónde has esperado el “milagro”? ¿Lo has buscado en tus propios esfuerzos, en la riqueza o en otra persona? ¿O tal vez has pensado que, por mucho leer la Biblia, ir a la iglesia o portarte bien, te merecerás ese milagro?
Ante ti se hace presente Jesús. Él solo quiere preguntarte si de verdad quieres ser sano de eso que te duele. Y se la va a jugar por ti, sin importar que tenga que romper los formalismos. El día que menos crees, llegará esa respuesta del cielo. Si de verdad puedes poner tu confianza en Él, Jesús hará ese milagro. Sencillo, silencioso, pero tan sobrenatural, que te dejará perplejo.